Las sirenas eran pájaros con cara y tetas, que atraían a los
marineros para devorarles las entrañas. Aves que ocultaban sus garras bajo una
promesa sensual. Cuesta pensar en aves y en sensualidad al mismo tiempo. Quizás
por eso la leyenda las convirtió en mamíferos, cambiando plumas por pulpa y
chillidos por canto dulce.
Las sirenas modernas tienen sexo y se engañan
creyendo que la promesa puede consumarse. Como si pudieras comerte el olor
caliente que sale de las panaderías. Podés comerte todos los cruasanes y todas
las hogazas, pero el olor seguirá ahí, inasible, del otro lado de vos.
Las sirenas modernas ofrecen su sexo voraz y entregado, una
vez, y otra, y otra más, atrayendo a los treintañeros a los sillones de la
rutina.
Y a los treintañeros les devora las entrañas una
insatisfacción omnipresente y vaga. Prueban sirenas como quien muerde cruasanes.
Se apalancan, hasta que se despiertan para escuchar otro canto que los vuelve a
apalancar. El único sillón capaz del orgasmo definitivo es la mortaja.
Bucear sin miedo, y salir, y volver a bucear y volverse a ir (y
volver). Pero sin agenda. En el arrebato programado late la mugre de lo
cotidiano.
Tenemos que salir a llenar de espray las paredes y de poemas
las hojas de los árboles. Tenemos que darle una paliza a más de un amigo que la
anda necesitando. La moral es la retórica de los idiotas. Y de los cobardes. Es
preciso abolirles el miedo con el ejemplo. Le temo menos a la caída libre que a
los sillones.