jueves, 16 de abril de 2020

Urgencias


    "Urgencias", ilustración de Mao Díaz.


URGENCIAS
Los catarros se curan con mucho líquido. Nosotros no tomamos antibióticos. Sonreímos con discreción y condescendencia frente a las víctimas de la industria farmacéutica, les recomendamos jarabes de hiedra y nos sentimos secretamente orgullosos de cómo hacemos las cosas. Los catarros se convierten en pulmonías que muerden los costillares, y en bombas de relojería que llaman con sus puños de flema a las puertas de la sanidad mental.
No recuerdo cuántas horas llevo aquí, ni cuantos años, ni cuántos días. Mis ojos son dos bolas de fuego que lamió el aire gélido de la Sagrada Familia, mientras yo desordenaba cafés, antifaces, torres, mosaicos y dragones en la puerta de Urgencias. El hospital de Sant Pau parece un aeropuerto. Pulcro, amplio, de diseño. Un señor quiere saltarse la cola para preguntar dónde está su amigo, pasando por delante de la mujer bajita que tiene una niña en brazos, una niña con los ojos pequeños, la piel roja y el cuerpo inerte por la fiebre. Quizás el amigo del señor se esté muriendo y le falten ocho minutos para expirar. Si el señor no llega a tiempo se quedará para siempre sin expiación, sin decirle eso que tiene que decirle, sin recibir la extremaunción de su perdón. En la agonía del primero son dos (al menos) los murientes.
En las afueras de Riohacha también vi llegar a una madre con un niño en brazos. El niño se le moría. Ella se bajó de la moto donde viajaba de acompañante y entró como un torbellino. Era rubia y alta y enfundaba su cuerpazo en unos vaqueros claros. Era lo que antaño se decía un minón, un camión, un pedazo de hembra con un par de ancas acabadas en una cadera montaraz. Desaparecieron tras la puerta. El bebé estaba azul. Años después me pregunté si en una situación tan extrema le habrían aplicado el protocolo de seguridad diseñado para madres-que-llegan-con-niños-azules, o si habrían suspendido, todos, la culpa y el reparto de responsabilidades, para concentrarse en salvar a ese niño. Pero nunca lo supe porque a mi Lázaro lo intubaron en otra sala.
Siete minutos. Yo sí que tengo tiempo. Tengo todo el tiempo del mundo. No me estoy muriendo, no más que el ciudadano promedio que camina por la calle. Solo tengo una pequeña otitis y un principio de pulmonía. Además, estoy sola, así que el tiempo es mío. No tengo a mi hija de doce años delante ni estoy teniendo un bronco espasmo ni le estoy diciendo con voz ahogada que me muero ni con el gesto le estoy pidiendo que haga algo.
Quisiera cerrar los ojos igual que tengo cerrados los oídos. Estoy condenada a ver detalles que no quiero ver. Todo es blanco como en una clínica de ciencia ficción. Estoy en la Barcelona alta. Seis minutos. La señora en la silla de ruedas luce impecable. La bata violeta y mullida huele a limpio y los mocasines a caro. Ella es grácil, tiene el pelo rubio como recién salido de la peluquería, es pequeña pero no frágil, solo elegante, elegante sin altanería, aún en la silla de ruedas. Destila dinero de familia, dinero aristócrata, dinero que no hace falta restregarle a nadie a la cara porque se nota, sin más. El enfermero se acerca a ponerle el brazalete que indica su ingreso al hospital.
−Vea qué pulsera más maja le traigo. ¿Le agrada? – pregunta a los gritos como si ella fuera sorda y, además, subnormal.
Muy maja, sí, sí –contesta ella sin gesto alguno de hastío ni de entusiasmo, acostumbrada a llevar con gracia la conversación banal. Tiene un bastón recostado sobre el muslo derecho y espera con toda tranquilidad, con toda la compostura. El único gesto de crispación que le descubro dura menos de un segundo y tiene lugar cuando el marido, un hombre con olor a cuero fino, aparece atravesando la puerta que queda a espaldas de ella y, sin mediar palabra, mueve medio metro la silla de ruedas, como quien corrige la inclinación de un cuadro solo para que conste quién manda en el universo. Al moverse, el bastón hace palanca contra el suelo y es entonces cuando la expresión de ella denota un brevísimo instante de ofensa, que en seguida vuelve a trocarse en pundonor, al tiempo que levanta el bastón para no sabotear la exhibición de autoridad del marido. Cinco minutos.
Los ojos como bolas de fuego por la fiebre, condenados a ver y a enviar señales a un cerebro torturado y submarino. Que alguien apriete el botón de off de las evocaciones. Se agolpan salvajemente, superponiéndose, y ni siquiera imaginarme las vidas de las personas que me rodean me sirve de solaz. Antes al contrario, son estas personas y sus desgracias las que me traen ecos. Cuatro minutos. Ecos y más ecos. Me llegan voces como algas marinas, pasan por este líquido cefalorraquídeo en el que estamos inmersos ellos, los coches, los peces y mi padre.
Después de la punción lumbar me premiaban con coca-cola y yo pensaba que estar internada no estaba tan mal, mientras escrutaba la carátula inmensa de un libro de cuentos en donde una niña vestida de amarillo se sentaba en un parque. Yo ya no me acordaba de lo que era sentarse ni de lo que era un parque, pero ya me había olvidado también del pinchazo que mi madre consentía. Si lo consentía, y si mi hermana no venía, debía de ser porque me estaba muriendo.
Tres minutos. Cruzan la puerta tres mujeres llorando abrazadas. A la del medio –por posición y por edad– le fallan las rodillas y las otras dos la sostienen. Las tres lloran juntas dentro de la blanca inclemencia de los azulejos quemados por el tubo luminiscente, y su llanto es un aullido mudo que casi me doblega. Pero estoy sola y mi padre se murió hace seis años, yo acá no puedo llorar, así que me desdoblo para que mi avatar sí pueda, como ellas, pero con un aullido que sí me sea audible, llevándose ambos puños al vientre y apretando fuerte y sollozando porque estoy sorda, porque estoy sola, porque tengo fiebre, porque no me morí de meningitis a los tres años agarrando la mano de mi madre, dos minutos, porque miré el rostro seco y violáceo de mi padre, porque no tengo adonde ir cuando me den el alta.
No siento dolor, solo el absurdo castigo de que este cuerpo enfermo no sepa apagar su antena. Un minuto. Se ha colado un tiburón a nuestro mundo submarino de líquido encefálico y me muerde con saña debajo del costillar izquierdo. Mientras toso veo al señor que buscaba a su amigo, lo veo salir rapidito con una sonrisa de alivio, y por megafonía repiten que “a Margarita G. la esperan en el box ocho, por favor”, y avanzo encorvada, sorda y entumecida, rogando que la doctora pase de los sesenta años y tenga las tetas gordas y arrugadas para poder hundir entre ellas la cara y sollozar hasta que el llanto limpie todo el musgo de mis pulmones, se lleve los ecos hinchados –como un torrente arrastra los cuerpos de los ahogados que nadie salvó– y me deposite en un saco amniótico hasta que esté preparada para volver.
Abro la puerta y la doctora es mi madre, que ha forrado la bolsa de agua caliente con mi camisón de franela. Me meto bajo la colcha amarilla de volados mientras ella me arropa y me acerca la mesa con la tele blanco y negro, el termómetro de mercurio, las aspirinetas y un vaso de coca cola con galletitas saladas. Mamá, pregunto egoísta, ¿por qué demoraste tanto? Tuve que hacer horas extra porque hubo que retirar un medicamento en mal estado, me contesta, y en seguida agrega “¿te preparo una maicena?” Sí, gracias, le contesto en voz baja, y pongo el canal Cuatro donde me dispongo a mirar (y a escuchar) La Dama de las Camelias.