Los
catarros se curan con mucho líquido. Nosotros no tomamos antibióticos.
Sonreímos con discreción y condescendencia frente a las víctimas de la
industria farmacéutica, les recomendamos jarabes de hiedra y nos sentimos
secretamente orgullosos de cómo hacemos las cosas. Los catarros se convierten
en pulmonías que muerden los costillares, y en bombas de relojería que llaman
con sus puños de flema a las puertas de la sanidad mental.
No
recuerdo cuántas horas llevo aquí, ni cuantos años, ni cuántos días. Mis ojos
son dos bolas de fuego que lamió el aire gélido de la Sagrada Familia,
mientras yo desordenaba cafés, antifaces, torres, mosaicos y dragones en la
puerta de Urgencias. El hospital de Sant Pau parece un aeropuerto. Pulcro,
amplio, de diseño. Un señor quiere saltarse la cola para preguntar dónde está
su amigo, pasando por delante de la mujer bajita que tiene una niña en brazos,
una niña con los ojos pequeños, la piel roja y el cuerpo inerte por la fiebre.
Quizás el amigo del señor se esté muriendo y le falten ocho minutos para
expirar. Si el señor no llega a tiempo se quedará para siempre sin expiación,
sin decirle eso que tiene que decirle, sin recibir la extremaunción de su
perdón. En la agonía del primero son dos (al menos) los murientes.
En
las afueras de Riohacha también vi llegar a una madre con un niño en brazos. El
niño se le moría. Ella se bajó de la moto donde viajaba de acompañante y entró
como un torbellino. Era rubia y alta y enfundaba su cuerpazo en unos vaqueros
claros. Era lo que antaño se decía un minón,
un camión, un pedazo de hembra con un
par de ancas acabadas en una cadera montaraz. Desaparecieron tras la puerta. El
bebé estaba azul. Años después me pregunté si en una situación tan extrema le
habrían aplicado el protocolo de seguridad diseñado para
madres-que-llegan-con-niños-azules, o si habrían suspendido, todos, la culpa y
el reparto de responsabilidades, para concentrarse en salvar a ese niño. Pero
nunca lo supe porque a mi Lázaro lo intubaron en otra sala.
Siete
minutos. Yo sí que tengo tiempo. Tengo todo el tiempo del mundo. No me estoy
muriendo, no más que el ciudadano promedio que camina por la calle. Solo tengo
una pequeña otitis y un principio de pulmonía. Además, estoy sola, así que el
tiempo es mío. No tengo a mi hija de doce años delante ni estoy teniendo un
bronco espasmo ni le estoy diciendo con voz ahogada que me muero ni con el gesto
le estoy pidiendo que haga algo.
Quisiera
cerrar los ojos igual que tengo cerrados los oídos. Estoy condenada a ver
detalles que no quiero ver. Todo es blanco como en una clínica de ciencia
ficción. Estoy en la
Barcelona alta. Seis minutos. La señora en la silla de ruedas
luce impecable. La bata violeta y mullida huele a limpio y los mocasines a
caro. Ella es grácil, tiene el pelo rubio como recién salido de la peluquería,
es pequeña pero no frágil, solo elegante, elegante sin altanería, aún en la silla
de ruedas. Destila dinero de familia, dinero aristócrata, dinero que no hace
falta restregarle a nadie a la cara porque se nota, sin más. El enfermero se
acerca a ponerle el brazalete que indica su ingreso al hospital.
−Vea qué pulsera más maja le traigo. ¿Le agrada? –
pregunta a los gritos como si ella fuera sorda y, además, subnormal.
−Muy maja, sí, sí –contesta ella sin gesto alguno de
hastío ni de entusiasmo, acostumbrada a llevar con gracia la conversación
banal. Tiene un bastón recostado sobre el muslo derecho y espera con toda
tranquilidad, con toda la compostura. El único gesto de crispación que le
descubro dura menos de un segundo y tiene lugar cuando el marido, un hombre con
olor a cuero fino, aparece atravesando la puerta que queda a espaldas de ella
y, sin mediar palabra, mueve medio metro la silla de ruedas, como quien corrige
la inclinación de un cuadro solo para que conste quién manda en el universo. Al
moverse, el bastón hace palanca contra el suelo y es entonces cuando la
expresión de ella denota un brevísimo instante de ofensa, que en seguida vuelve
a trocarse en pundonor, al tiempo que levanta el bastón para no sabotear la
exhibición de autoridad del marido. Cinco minutos.
Los
ojos como bolas de fuego por la fiebre, condenados a ver y a enviar señales a
un cerebro torturado y submarino. Que alguien apriete el botón de off de las evocaciones. Se agolpan
salvajemente, superponiéndose, y ni siquiera imaginarme las vidas de las
personas que me rodean me sirve de solaz. Antes al contrario, son estas
personas y sus desgracias las que me traen ecos. Cuatro minutos. Ecos y más
ecos. Me llegan voces como algas marinas, pasan por este líquido
cefalorraquídeo en el que estamos inmersos ellos, los coches, los peces y mi
padre.
Después
de la punción lumbar me premiaban con coca-cola y yo pensaba que estar
internada no estaba tan mal, mientras escrutaba la carátula inmensa de un libro
de cuentos en donde una niña vestida de amarillo se sentaba en un parque. Yo ya
no me acordaba de lo que era sentarse ni de lo que era un parque, pero ya me
había olvidado también del pinchazo que mi madre consentía. Si lo consentía, y
si mi hermana no venía, debía de ser porque me estaba muriendo.
Tres
minutos. Cruzan la puerta tres mujeres llorando abrazadas. A la del medio –por
posición y por edad– le fallan las rodillas y las otras dos la sostienen. Las
tres lloran juntas dentro de la blanca inclemencia de los azulejos quemados por
el tubo luminiscente, y su llanto es un aullido mudo que casi me doblega. Pero
estoy sola y mi padre se murió hace seis años, yo acá no puedo llorar, así que
me desdoblo para que mi avatar sí pueda, como ellas, pero con un aullido que sí
me sea audible, llevándose ambos puños al vientre y apretando fuerte y
sollozando porque estoy sorda, porque estoy sola, porque tengo fiebre, porque
no me morí de meningitis a los tres años agarrando la mano de mi madre, dos
minutos, porque miré el rostro seco y violáceo de mi padre, porque no tengo
adonde ir cuando me den el alta.
No
siento dolor, solo el absurdo castigo de que este cuerpo enfermo no sepa apagar
su antena. Un minuto. Se ha colado un tiburón a nuestro mundo submarino de
líquido encefálico y me muerde con saña debajo del costillar izquierdo.
Mientras toso veo al señor que buscaba a su amigo, lo veo salir rapidito con
una sonrisa de alivio, y por megafonía repiten que “a Margarita G. la esperan
en el box ocho, por favor”, y avanzo encorvada, sorda y entumecida, rogando que
la doctora pase de los sesenta años y tenga las tetas gordas y arrugadas para poder
hundir entre ellas la cara y sollozar hasta que el llanto limpie todo el musgo
de mis pulmones, se lleve los ecos hinchados –como un torrente arrastra los
cuerpos de los ahogados que nadie salvó– y me deposite en un saco amniótico
hasta que esté preparada para volver.
Abro
la puerta y la doctora es mi madre, que ha forrado la bolsa de agua caliente
con mi camisón de franela. Me meto bajo la colcha amarilla de volados mientras
ella me arropa y me acerca la mesa con la tele blanco y negro, el termómetro de
mercurio, las aspirinetas y un vaso de coca cola con galletitas saladas. Mamá,
pregunto egoísta, ¿por qué demoraste tanto? Tuve que hacer horas extra porque
hubo que retirar un medicamento en mal estado, me contesta, y en seguida agrega
“¿te preparo una maicena?” Sí, gracias, le contesto en voz baja, y pongo el
canal Cuatro donde me dispongo a mirar (y a escuchar) La Dama de las Camelias.
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