viernes, 17 de agosto de 2018

"Las orillas del mundo"


“Y giraría la cruz en el inmenso Sur, sobre los barrios muertos de un muerto ayer de perros, de intemperie y de luna en las parras, sobre las calles en declive hacia el río barroso, plateado por la noche.”
Por fin se ha pacificado esa “ansiedad como de año nuevo” que hace meses me tenía saltando de un libro a otro con la insatisfacción de una orgía. Gracias a Anderssen Banchero. Abrir “Las orillas del mundo” fue como abrir una puerta hacia una noche fresquita y húmeda de mi más recóndita infancia, con todo y su humedad pegajosa, su concierto de grillos y ranas y perros, sus bichitos de luz intermitente y su olor a tierra. Un sabor a chauchas con papa hervida y huevo duro, a colchas húmedas (tercera vez que sale la palabra) remendadas, bombitas peladas de pocos vatios colgando de un cable todo cagado por las moscas, el camino de helechos plantados en macetas que llevaba a la casa de mi abuela Nelly, una casa con un xilofón de goteras en la que el baño quedaba afuera, mi abuela con su eterno acento que parecía alemán pero era valdense que te mandaba indefectiblemente a “carpir los yuyos” al fondo –a nosotras, que no distinguíamos una tomatera de una ortiga- y siempre el invierno te calaba los huesos. Vino dulzón en damajuana, tazas de latón con el esmalte descascarado, mate dulce en un vaso de vidrio grueso y cilíndrico a cuadritos, yerba y cáscaras de naranja secándose al sol. ¿Sigo? La palabra viaducto, por ejemplo, el jugolín y los helados de sobre, escarchados y hechos en el recipiente de aluminio que, con ayuda de una cuadrícula de plástico retirada para la ocasión, hacía las veces de cubitera.

Me perdí en el placer de evocar enumerando, no me vengan con prohibiciones de gerundios o de descripciones.


Abrí una puerta sensorial con este libro y lo que encontré me sorprendió por su consistencia irrefutable de infancia olvidada. Pre-infancia, casi diría, porque las bolas de chicle en tarros de vidrio, los apagones, parrales, la buseca, el matambre a la leche y hasta, si me apuran, las tortas fritas, me parecen más bien la utilería de una infancia demasiado recóndita para no ser inventada. También los volantes de “El Partido” y las cajas de camiones destartalados hacinadas de militantes que ponían a prueba su integridad al canto de “el que no salta es un botón” (siempre en cuadro aproximadamente a la altura de la cintura, que es donde me quedaba la vista) son parte de esa pre-infancia que debe de haber sido infancia, a secas, pero que después fue devorada por una adolescencia en la que ya se atizbaba la uniformidad, la ciudad se llenaba de asfalto, los ómnibus urbanos cambiaban de sigla y se hacían más modernos y en la ciudad, cada vez más asfaltada –o es que yo quedé más en el centro-, las velas desaparecían de los primeros cajones de las casas porque ya nadie se acordaba de la última vez que se había ido la luz. Ah, pero ¿acaso no habrán sido y serán, en una cosa, todas iguales las estampas de una tarde (acá, ahora, en la Antigua Roma y en Corea)?
 “Volví a vivir en un altillo, al final de una tembleque escalera de hierro desde donde veía el largo declinar del sol sobre los techos musgosos, herrumbrados, en ruinas, las camisas y las sábanas flameando sobre innumerables naufragios, como si anunciaran el amanecer de días olvidados. Abajo, en el patio, las ropas también danzaban o combatían y el agua hacía un ruido de corriente de arroyo en las verdinosas piletas de hormigón, la voz de alguna sacerdotisa –una voz de soprano, de mujer joven- se quebraba cristalina sobre las piedras del patio y se sobreponía la fragor guerrero de la danza de los vientos y al huraño silencio de las viejas lavanderas vestidas de negro. Hacía veinte, o treinta, o cincuenta siglos, y en ciudades ya muertas, todo había sido igual. Todo estaba condenado a la eternidad”.

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Reflexiono y creo que quizás sobre todo a aquella infancia la enmascararan las lecturas, la música y hasta los cuadros. Pedro Figari quedaba muy lejos, Cúneo ponía la banda sonora de grillos pero la luna se lo acababa comiendo todo y no había gente, Torres García era demasiado industrial, había unos grabados que no sé de quién eran que quizás fueran lo más acertado, pero eran de mi madre así que de adolescente los patié para atrás. Paco Espínola era demasiado rural, Juceca demasiado etnográfico, Julio C. Da Rosa demasiado infantil, a Felisberto Hernández (ese sí!!!) no tuve el placer de conocerlo hasta más tarde, como a tantos otros, y Onetti era un monstruo sagrado. Música...no sé, capaz que salvando a Zitarrosa (maestro), lo demás no lo conocía o no conectaba, o me sonaba demasiado a payada de fogón o a apología de los blancos. Y el tango, ese sí, ya, suburbano, me sonaba porteño. Así que la infancia la olvidé y me empezaron a contar la adolescencia músicos, escritores y cineastas que nada tenían que ver con aquella edad que adquirió su prefijo neblinoso y endulzó sus olores y su temperatura. Hasta el paisaje y las estampas empezaron a cubrirse de capas nuevas, como esos frescos que quedan tapados en las iglesias bajo pinturas de técnica más moderna, y de repente me pareció que mi recuerdo lo pintaba Edward Hopper (hay que joderse!). 

1 comentario:

  1. Debo dar crédito a Gustavo Espinosa, y más recientemente a Carlos Caillabet, por haberme hecho conectar también con aquello. Quizás también a Sherwood Anderson y a Faulkner, y en cierto modo a Nabokov (difiere su experiencia, sí, pero lean “Speak memory” y alucinen). Vuelvo a Banchero porque de eso estoy hablando. Un cracK: juro que se han activado el tacto y el olfato y la vista del ojo que mira lo que ya no está.

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