miércoles, 7 de febrero de 2018

Era un niño que soñaba

Este febrero va a hacer catorce años que se murió mi padre. Yo tenía veinticinco. Desde entonces, he soñado con él en la antesala de todas las grandes decisiones de mi vida (un embarazo, un cambio de ciudad o de trabajo, una separación, una publicación…). En el sueño, invariablemente, le pido consejo y él me habla pero no puedo oír su voz. Mi papá tenía una voz preciosa, o al menos así la recuerdo, una voz que para ser de hombre no era grave, pero que se esforzaba en hacer los bajos en canciones como “un mundo al revés” o “andaluces de Jaén”. Ahora que estoy a las puertas de otro punto de inflexión (quizás cada día lo sea, pero hay pasos que definen el rumbo más rotundamente), no consigo soñar con él. Sin embargo, hay una cierta serenidad en eso. Es como si hubiera dejado por fin descansar a su fantasma, como si pudiera decirle que ya no necesito evocarlo, que ya por fin soy capaz de darme, con su sabiduría, mis propios consejos, que ya su voz está en la voz con la que ahora les canto yo a mis hijas las canciones reivindicativas que él convirtió en nanas para mi hermana y para mí.
Un azar me llevó a recordar a Paco Ibáñez estos días y, con la lógica arbitraria pero indiscutible de los sueños, entendí por fin que esta vez ya no necesito anhelar desesperadamente su consejo. (Ah, pero qué abrazo largo le daría! Quizás esta noche me meza con su ternura invisible y despierte mañana con la certeza de que también su amor, como su voz, se ha convertido ya en el amor que ahora yo doy).