Nadie supo bien qué hacer con el kamikaze argentino. Era un tipo de unos cincuenta
años que esperó hasta el final de la charla abierta entre Serrat y Micó para
levantar la mano y soltarle al cantante una sarta de lugares comunes. “Crecí
queriendo ser el tío Alberto”, “no puedo creer que estoy a solo unos pasos de
Serrat”. Cuando me lo encontré en el hall del champán no pude menos que
felicitarlo. “Estuviste bárbaro”, le dije sin mentir. El tipo se inmoló. Se
roció las partes con la más empalagosa de las cursilerías y las expuso ahí
mismo, en frente de todos. Al principio todos sonreímos con cierta condescendencia
pero cuando se entró a extender tuve miedo de que aparecieran los de seguridad
a llevárselo. En verdad lo temí. Lo cierto es que el acto ya se estaba
pareciendo a los restos de turrón y cava cuando la fiesta de Navidad ya ha
terminado y todos ya saben cuál fue su regalo, y el tipo fue el valiente que
impuso la hora de acabar el evento (Serrat había esbozado un “a las nueve empieza el baloncesto” bastante
más cutre).
Yo me estaba meando así que aproveché el finale para ir al baño. Como
siempre, en el de mujeres había cola y el de hombres estaba vacío. Nunca
entendí porqué resulta osado que una mujer use el baño de hombres si está libre.
Yo no lo dudé un segundo –y no es que sea audaz sino que tenía miedo de
quedarme sin champán. Usé el de hombres y al acabar y abrir la puerta me topé
con el mismísimo Serrat (oh!) que me preguntó divertido “què hi fas aquí?” Le dije que lo estaba esperando para darle un abrazo, como el argentino. Así
que podría decir sin mentir (demasiado) que me estrujé a Serrat en el baño de
hombres. En realidad le respondí preguntando que si había visto la cola en el
baño de mujeres. Utilicé de la manera más barata mi doble foreign advantage y a
pesar de que hablo perfectamente el catalán le contesté en castellano para que
notara mi acento, me preguntara si también era argentina y pudiera yo responder
“uruguaya [que tiene aún más encanto, de ahí lo de doble advantage]. Yo también crecí escuchando tus
canciones. ”
Lo mío fue aún más cutre que lo del argentino o lo del baloncesto pero
¿quién no se aferra a un lugar común para interactuar en público? Yannick García
se agarró a la muletilla más utilizada en la historia de los actos públicos
modernos: “Yo he venido aquí a hablar de mi libro”. Habría que pagarle algún
tipo de compensación a Francisco Umbral por haber inventado semejante salvavidas.
Si nos hubieran leído el pensamiento a los presentes habríamos dado una serie
de razones igual de prosaicas, como “yo he venido aquí a ver si puedo volver a
ligar con mi ex compañero de clase” o “yo he venido aquí porque soy el director
del máster” (Micó) o “yo he venido aquí porque
le debo un favor al director del máster” (Serrat).
Yo también había ido allí a hablar
de mi libro pero no lo supe hasta las 18:29, hora exacta en la que llegué
corriendo al recinto puesto que no había resistido la tentación de caminar por
el casco antiguo de Barcelona, cortarme el pelo, probarme unos zapatos de talón
que nunca me atreveré a usar y, sobre todo, robarle a la ciudad sus escenas y a
la gente los retazos de sus diálogos, con el voyerismo propio de mi vicio de
escribir. A las 18:30 Jordi Carrión me dio la bienvenida con una pequeña
reprimenda -“me hiciste sufrir.” “Tienes que hablar cinco minutos de porqué
vale la pena leer este libro.” Mi primer impulso fue desarrollar un personaje
de escritora psicópata estilo Jack Nicholson que no pisa rayas ni soporta tener
las manos mojadas o hablar en público. Pero en seguida descarté la idea. ¿A
dónde vas, flipada? Ni que fueras Ken Follet –ni siquiera alguien más
literario. El detalle estaba en que yo no había leído el libro. Ni siquiera lo
había visto. Vivo en el quinto pino y no lo había recibido. Mi origen
protestante me impedía mentir, pero una cosa es no mentir y otra muy distinta hacer
foco en el sitio equivocado. No tenía porqué explicitar que no lo había leído, solo tenía que pensar en algo para decir que valiera el tiempo que esa gente me estaba regalando.
"Doce cuentos de autores “emergentes” son doce oportunidades de descubrir
algo que nos parta la cabeza". (Debí decir 14, incluyendo prólogo y epílogo,
como veladamente corrigió Carrión). Eso podía
decirlo sin haber leído. También defendí el carácter experimental de toda
literatura –sean cuentos o novelas, sean de escritores noveles o consagrados. Ah,
y felicité a los otros, pronunciando –¿con la misma cholulez que el argentino?- la ilusión que me
hacía ver publicado un relato en un libro físico. Por suerte los otros autores
ya se habían explayado en referencias a la tradición literaria y en alusiones a
los relatos incluidos en el libro. Álex
Oliva subrayó lo heterogéneo de la antología como demostración de que las escuelas
de escritura creativa, que tantas suspicacias generan en el mundo
hispanoparlante, no inculcan un molde sino que ayudan a cada uno en su camino
personal. Eduardo Ruiz defendió el cuento
como género de honda tradición literaria que sin embargo no encuentra cabida en
el aspecto comercial de este arte. Mónica Ojeda volvió a insistir en la
utilidad del máster y esbozó una tesis del cuento como “ensayo”, en el sentido
de prueba y experimento, en línea con la introducción de Carrión, quien en su
prólogo habla del cuento como “el gimnasio del escritor”, y en cierta discrepancia
con la intervención de Eduardo (y con mi modo de ver). Pero esa es otra historia. Ahí no estábamos
para debatir sino para intervenir brevemente. Finalmente, Yannick García hizo
hincapié en la experiencia del máster como punto de encuentro, intercambio y guía
y mencionó el síndrome de abstinencia que puede sobrevenir al acabarlo, citando
el cuento de Mónica cuya trama se mete por ese derrotero.
Cuando una señora que yo no conocía me pidió que le firmara un ejemplar,
al principio no entendí. Entonces me di cuenta de que ella iba a leer mi cuento
y por un segundo recordé el momento de su confección primera, en un estudio sin
grandes vistas (Serrat dijo que lo peor que le podía pasar era intentar
componer en un lugar bucólico). Me vi a mí misma gesticulando y quizás
pronunciando en voz alta la conversación imaginaria que forma parte del relato,
absorta y fuera del tiempo, como una niña hablándole a un espejo, y entendí
porqué el argentino había querido abrazar a Serrat. El tiempo no existe cuando
estás leyendo, ni cuando estás escribiendo, ni cuando estás, de veras,
escuchando una canción. Esa mujer se llevaba mi rostro y mi firma para
inventarse su propio personaje al leer lo que yo escribí. Espero que la
conmueva. Estoy llena de imágenes y de frases y escenas y cuando las comparto
con los demás, siento que me quito un lastre. Desde que se publicó Emergencias
voy un poco más ligera. Señoras como esa me ayudan a llevar mi carga.
Y el alcohol nos ayudó a todos a romper la barrera de los lugares comunes e
interactuar un poco más distendidos cuando, al acabar el evento, se formaron pequeños
comités en distintos bares. En el epílogo Villoro dice de Monterroso “Al
terminar el taller seguimos aprendiendo en ausencia del maestro. Muchas de sus
ideas cobraron un peso distinto años después de ser oídas.” Ya veremos qué papel jugará esta antología en
las vidas de quienes se topen con ella. Si no es un hito, espero que al menos
sea una buena piedra para sentarse a imaginar.