Si esta herramienta de
verdad hiciera magia, ahora mismo los pondría a todos a leer Carlota Podrida,
de Gustavo Espinoza, y sería como volver a las veladas adolescentes en las que
con un par de amigos concretos e inconmensurables experimentamos el goce
profundo e irrepetible de descubrir algo como si estuviera naciendo en ese
mismo instante y por ese acto, es decir, que lo estuviéramos creando nosotros,
y además, juntos.
P. y yo escribimos a
Onetti, lo inventamos nosotros, yo escribí aquel de la casa de la arena cuyo
nombre exacto no recuerdo y P. escribió Bienvenido Bob. También hubo amigos más
efímeros –quizás no guarden ellos el recuerdo que ahora emerge y yo atesoro
como si lo hubiera tenido siempre, de otras epifanías disparadas por alguna de
Greenaway o de Kieslowski o de algún desconocido que me dejó mella como aquella
que sé sin buscarlo que se llamaba El acto en cuestión, o de comentar a
Wittgenstein como quien comenta la última ocurrencia brillante de un amigo
medio chiflado –con la misma ternura entusiasta, con la misma ausencia absoluta
de pretenciosidad. Ah, benditas veladas verdaderas y bendito entusiasmo que nos
hacía despertarnos por teléfono en plena madrugada y obligarnos a dejarlo todo
para escuchar un párrafo o una estrofa, cuando palabras como respeto,
consideración o ubicación no tenían cabida en nuestro diccionario exaltado,
cuando nuestras prioridades no estaban contaminadas por el fantasma de fin de
mes ni el horario de los niños ni el “cuidado” de la pareja (porque estábamos
todos enamorados de todos y del mundo entero, y nunca nos habíamos visto por un
instante tierno y triste como la necesaria tabla de salvación del otro, con la
responsabilidad que eso conlleva).
El muy hijo de puta
enumera paraísos domésticos con la misma cualidad generativa con la que urde
una escena hecha de olores y tactos de lycra lila, los materializa sin ninguna
nostalgia porque no habla de algo perdido sino de algo que nace en ese
instante, y no menciona bellezas (ni asquerosidades) superfluas, va más allá
del mburucuyá y del jabón bulldog intraducibles, más allá incluso del frasco de
pulidor bao y su realidad infinita –lo más parecido a estar una tarde entera
fuera del tiempo haciendo hablar a los juguetes.
No sé si nada de esto se
entienda más allá de esta noche de entusiasmo en la que yo leo a una ciudad
remota de la Banda Oriental y no estoy ni allá ni acá en esta noche fría y
pirenaica frente a un balcón que mira unas montañas que no podía sospechar que
existían –ni mucho menos, la iglesia de Sant Climent de Taüll. Pero yo entiendo
que no puedo nombrar ciertas cosas sin nostalgia porque estoy acá, y lo de acá
no lo puedo nombrar porque necesitaría quizás una infancia de descubrimiento
que ocurrió en otro lado. Y sobre todo, entiendo que el goce de leer supera con
creces el de escribir –aunque no pueda ni quiera prescindir de este último-,
porque mi talento es, por decirlo benévolamente, limitado, así que por eso no
les robo más tiempo con lo mío, pero lean, lean, lean a Gustavo Espinoza, a
Fogwill, a Ian MacEwan y a Antonio Orejudo, y no se pierdan las fotos que tan
generosamente guarda internet de Charlotte Rampling.
(y a pesar del delay de
que ni me llamen de madrugada ni yo lo deje todo para escuchar ese disco o leer
ese libro, por favor sigan recomendándome cosas). Chau, gracias.
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