−Mi nombre es Edgard Milans y soy un perdedor.
Con estas palabras inauguró el antaño escritor chileno el “Primer Encuentro Iberoamericano de Escritores-que-querrían-ser-otra-cosa”. −Yo quiero hacer cine, pero no tengo plata −agregó en un hilo de voz, pero inmediatamente se repuso –por eso hemos convocado este primer encuentro que será el primero de muchos que reivindiquen que también se puede ser cool escribiendo.
Ovación del público.
Con timidez, Marc Martínez, autor de la controvertida nouvelle gore Te estoy viendo con la cabeza abierta, Marta, sube al escenario para su turno de catarsis. −Yo quería hacer una novela gráfica pero solo sé dibujar conejos −declara sin poder reprimir los sollozos. Gracias, Marc, por tu valentía, gloria a Dios.
Para el tercer encuentro, Milans ya había conseguido plata para hacer cine y Marc se había asociado con un dibujante de Granollers. El encuentro había pasado a llamarse Más Speed y Menos Prozac y tanto Milans como Martínez habían roto con la organización por considerar la idolatría a Maradona que había empezado a crecer en el marco de los encuentros como “una forma velada de realismo mágico.” It simply sucks, agregó Milans, siempre convencido de que sus expresiones en inglés tenían que ir en original por no tener traducción posible.
Pero algo pasaría en aquel tercer encuentro que lo cambiaría todo.
(Los que estén esperando la aparición de un hombre lobo, alienígenas, o una orgía masiva, pueden abandonar la lectura aquí o seguir leyendo bajo su propia responsabilidad)
Sucedió que uno de los participantes se quitó la vida, dejando como nota una lista de libros, escrita en Word e introducida por la siguiente frase “Es que yo no tenía tele”. Y a continuación había una diatriba desgarradora contra su propia obra (inédita).
“Lo que me hicieron los libros. No hago más que usar palabras cursis como oprobio, diáfano o irrevocable, no se me ocurre ningún chiste resultón –a lo sumo juego con las maneras de hablar de mis personajes- y encima siempre asumo la mirada de una adolescente o de un viejo. Pero aquí aprendí que mi obra no vale para nada. He malogrado mis posibilidades (lo ven, ya estoy diciendo malogrado: quiero decir que soy un perdedor).”
El encuentro se ve truncado por el dolor y por otra cosa… Un cierto desconcierto, una cierta culpa, una extraña añoranza de Carpentier.
La bibliografía dejada con rabia por el suicida empieza a circular entre los asistentes. Todos quieren saber quiénes fueron los culpables. A algunos no les basta con ver la lista, sino que consiguen las obras para echarles un vistazo. Los libros empiezan a circular más que el speed. Como en uno de esos cuentos en que quien recibe un manuscrito cae muerto, todos cuantos van leyendo los libros culpables se van sumiendo en la depresión. La primera hipótesis es que las páginas podrían contener Ritalina (el psicofármaco que se les receta a los hiperactivos), pero los libros son analizados –además, no se trata de un solo espécimen- y la hipótesis queda descartada.
Hasta que uno se atreve por fin y se sincera: “desde que pasó lo del Tito me he releído nuestros libros y algunos de los que él dejó en su lista. Estoy abrumado y solo puedo escribir “ensayos”. Ahí les va eso:
Lo que nos hizo el inglés
Hoy estuve buscando algún punki de los que me gustan a mí, de esos que sin saber mucho de música me conmovían con su actitud y sus letras. No encontré ninguno. ¿qué cojones hace todo el mundo cantando en inglés? El punk ha muerto, viva Ignatius Reilly. Y viva la traductora de John Kennedy Toole, que me permitió leerlo en rioplatense. Les voy a decir algo: el inglés nos cagó la vida. Ahora solo sabemos escribir en un registro “coloquial”, en vez de ser “bichos raros” somos “freaks” o “nerds”, y encima resulta que nadie sabe muy bien lo que es un “friki” y lo usamos para todo. Parezco el dichoso Ignatius, o mi padre, o mi profe de lingüística de Montevideo, despotricando contra la juventud -y a mucha honra, que hace rato que dejé de querer ser la graciosa de la clase.
Escribir solo tiene sentido si podemos hacer algo con la lengua. Algo que no sea solo una morisqueta (se aceptan con gusto cunnilingus verbales, pero morisquetas… Morisquetas ya es pasarse de boludo). Yo no escribo en español porque tuve la mala suerte de no nacer en NY. Escribo en español porque esta es la lengua en la que pienso chanchadas cuando me excito, improperios cuando me enojo, y cursiladas cuando hablo de amor.
Hay quien escribe como premio consuelo, porque es lo que le queda más a mano, porque no tiene plata para un largo, porque no sabe dibujar. Si en el camino descubren que pueden hacer con el español algo que no harían tan bien con una cámara, o si en el camino dejan de comparar lenguajes y caen por siempre presas del influjo de la lengua; si se atreven a superar el miedo al ridículo; si se toman esto como un juego –aunque a veces sientan que en este juego (se) les va la vida−; si… quieren venir a ver el fútbol este miércoles al Esport, avisen. En otras palabras, que cada cual haga de su paraguas un aparato silbador, incluida yo, que ya tenía ganas de una diatriba.
Y por cierto, volvamos a la tercera conferencia “Más speed y menos Prozac”, y hagamos que caiga en manos de Tim O. Rato (el suicida) un ejemplar de La conjura de los Necios que le salve la vida. Su vida sería suya y tendría derecho a matarse, sí, si no fuera un producto de mi imaginación. Aupa, Tim, acabás de tener una revelación leyendo a Toole. Ahora salí un poco a ver mundo para entender también que nada, absolutamente nada de esto, es tan importante.