Esto me está quemando las
manos. Hace una semana que mi estómago alborotado se niega a ingerir algo que
no sea café con leche y unos mordiscos de pan. Pero no sé qué hacer. No sé a
quién dirigirme. No quiero traicionar a mi voz rebelde llevando esto a una
editorial X. El problema es que para mí todas las editoriales son X porque
nunca fundé una con cuatro amigotes. ¿Por dónde empiezo? Lo escupo sin más:
tengo lo que parece ser el diario parisino de Alejandra Pizarnik. Supongo que
debería contactar con algún filólogo de esos que se saben la prensa rosa de los
escritores muertos. Porque yo no puedo dar fe. No soy ninguna experta, vamos.
Pero mi intuición dice que es verdad. La persona que me lo dio no tenía ninguna
razón para inventárselo. ¡Fue tan increíble! Tuve que ir una semana a París,
por un curso, y me quedé unos días en Clermont-Ferrand, en casa de los
parientes de una amiga mexicana que vive en Barcelona. Bueno, en fin, les
ahorro los datos irrelevantes. La cuestión es que un día me levanté temprano y
me fui a tomar un café y un croissant de jamón y queso al bar de la estación. Saqué mi libretita
azul, como suelo, para apuntar alguna pelotudez que por la mañana me parece la
punta de un hilo para un cuento y luego ahí se queda. Y en eso se me metió un
pedazo de jamón entre las dos últimas muelas. Creo que tengo una caries justo
ahí, entre las muelas, porque siempre se me meten restos de comida y me
atosigan todo el santo día. Total, que sentí que era impensable afrontar todo
el día que tenía por delante con aquella cosa entre los dientes. Eché un
vistazo rápido a mi alrededor y comprobé que nadie me miraba: la pakistaní
(digo yo que sería pakistaní, me refiero a un pibón de unos veintiséis años,
pelo negro liso, ojos castaños y tetas levantadas con push up), la presunta pakistaní,
pues, estaba pasándole un trapo al piripicho de la máquina de café que se usa
para echarle vapor a la leche, y que quizás tenga un nombre que lo designe. Los
dos sesentones gordos y canosos estaban afuera fumando un puro, y la mujer con
el cochecito de bebé también había salido a fumar (qué flaca y demacrada
estaba, llevaba fatal la maternidad). Nadie me miraba, así que sin más
preámbulo busqué en mi cabellera el pelo más fuerte y largo, lo arranqué de un
tirón, y me dispuse a usarlo como improvisado hilo interdental. Efectivamente,
bastó con pasarme el pelo una vez entre las muelas para que un pedacito de
jamón saliera proyectado y acabara aterrizando… en una mano arrugadísima que
alguien apoyaba en la silla que acompañaba mi mesa. Alcé la vista horrorizada.
Nunca había deseado con tanta fuerza que me tragara la tierra, ni siquiera
cuando el padre Richiero me pilló in fraganti con la mano en la bragueta de
Federico Arazategui, en plena Misa de Gallo. Pero esa es otra historia. La mano
arrugada me recordó a la de mi abuela Mami, solo que esta era más rechoncha.
Pero tenía las mismas manchas perfectas y la misma consistencia entre acolchada
y vacía. Parece contradictorio pero así son las manos de las abuelas. Al menos
las de las abuelas mías. Gordas de un lado y vacías del otro. Podía pasar horas
pellizcando la piel de la mano de mi abuela Mami y dejando que lentísimamente
la piel fuera regresando a su sitio, aunque nunca regresara del todo y siempre
quedara una cresta en el lugar por donde yo había estirado. El pedacito de
jamón cayó encima de una mano como esa y el violín del ridículo se mezcló con
una incomprensible sensación de seguridad. Supe, antes de alzar la vista, que
no encontraría gesto reprobatorio alguno. Esa mano era la mano de una abuela.
Puse mi mejor cara de chiquilina (todo lo contrario del gesto desafiante que
precedió mi expulsión del colegio de Los Maristas) y terminé el trayecto hasta
los ojos que me aguardaban.
Era una señora de melena
blanca y lisa recogida sin cuidado, que me miraba con unos ojitos brillantes y
dos puños por mejillas.
-Alguien que quise mucho solía
mondarse los dientes con el pelo, igual que usted- me dijo, y, con toda
naturalidad, se llevó la mano a la boca y se comió el pedacito de jamón, al
tiempo que separaba la silla y se disponía a sentarse a mi mesa. Supe que esa
mañana ya no iría a mi clase, ni a ninguna parte.
(me tengo que ir pero creo que continuará)