jueves, 13 de octubre de 2016

Linda como una película triste

Puede que sea mojigatería. No religiosa ni moral sino estética: mojigatería estética. Sí, quizás pueda acusárseme de ello, pero lo cierto es que hay ciertas cosas que me desagradan y, sobre todo, no me interesan. Al principio me enojaba. A Michael Haneke, por ejemplo, me habría gustado romperle el hocico de una piña.
Pero pronto me di cuenta que lo que tenía que hacer era no entrar al ruedo y punto. Ahí se quedan. Por eso abandoné la lectura de Derretimiento al cabo de una treintena de páginas: aquello me resultaba gratuitamente desagradable, desagradable a secas, sin el aderezo de ninguna otra emoción, racionalización o experiencia perceptiva más. Puro desagrado con un fondo vacío. Pero no me enojé con Daniel Mella. Sencillamente me dejó fría y abandoné el libro. (Distinto de lo que me pasó hace poco con Marina Perezagua y su cuento Leche, que me la coló sin previo aviso y me dejó incrustada en el cerebelo una imagen revulsiva y sádica al santo pedo. Pero esa es otra historia).
Todo esto para decir que, afortunadamente, me había olvidado del poco interés que me había suscitado Daniel Mella con Derretimiento . Conocía su nombre, como la mayoría de quienes leen uruguayos contemporáneos, pero no podía decir qué cosa escribía, ni qué cara tenía (que poco importa, además). No fue hasta entrado el tercio final de El hermano mayor que recordé lo de aquella novela previa. La fui a buscar y ahí estaba, juntando polvo en el estante junto con una de Gabriel Peveroni que tampoco trascendió. Mi memoria hace eso y creo que es sano: les da segundas oportunidades a aquellos que en una primera instancia no me conmovieron. Con Peveroni no ha habido revancha, de momento, pero con Mella, sí. (y no es una crítica negativa, eh, sencillamente Peveroni no ha suscitado el interés de esta ama de casa un tanto sensiblera, pero lejos de mí estará, siempre, dedicar tiempo a criticar negativamente la obra de nadie)
Ojo que esto no significa que vaya a salir corriendo a buscar los otros libros de Mella, porque sospecho que no me van a interesar (los previos casi seguro que no, los posteriores quién sabe, puede que tampoco). No es o todo o nada y ahora vamos a imprimir un póster y una camiseta. Además, espero que no tenga que escribir otro libro como El hermano mayor, porque no es deseable que lo toque de cerca otra desgracia del tenor de la que engendra esta novela.
(Hay que ver cómo hablo cuando acabo un libro que me ha gustado y es de noche y mis hijas duermen...)
El hermano mayor me conmovió. También me hizo reflexionar una vez más sobre los límites entre la ficción y la realidad, sobre la validez de un ejercicio literario como este, con tan poco subterfugio (tema que e interesa y preocupa). Pero sobre todo, me llevó a sitios a los que me gustó ir, no porque fueran agradables sin más (se trata de sitios con su cuota de dolor y de violencia -los míos, digo, los que yo visité de mi propia vida al leer el libro) pero sí me aportaron algo, una verdad emocional, la expiación de algo ominoso, también la revisitación de alguna velada de risas fraternales. En fin. Es una novela linda como una película triste. El recurso de usar el futuro para hablar del pasado la hace aún más triste, con esa certeza que tenemos los románticos de que en todo lo que nace está ya, desde el germen, la muerte. A veces chirría un poco la transición de un tiempo a otro y eso la hace aún más tierna, por imperfecta. Porque lo que me parece que está claro con esta novela es que la emoción está por encima de la estética. Algo, debo agregar, que para mí es definitorio. Sin emoción mejor cortar perfectas fetas de jamón cocido que escribir (en mi humilde opinión).

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